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miércoles, 30 de mayo de 2007

70 años del Taller de Gráfica Popular



por Humberto Musacchio

Hace setenta años se fundó el Taller de Gráfica Popular por un grupo de artistas que pusieron su obra al servicio de causas políticas. Lo hicieron pese a que los teóricos insisten en que el arte, para serlo verdaderamente, debe tener el fin en sí mismo y repiten que el utilitarismo implica la pérdida de valores estéticos. Lo cierto es que en todas las épocas hallamos arte al servicio de la política, la religión o el erotismo y eso no ha impedido la producción de obras maestras.
Los ritos y los retos, los sueños y los ensueños son materia propia para la recreación artística y en ella no hay temas vedados. En todo caso, lo que puede exigirse al autor es que asuma esos temas de una manera genuinamente personal, que los regrese al mundo convertidos en nuevas verdades, en realidades destinadas a producir en el espectador una emoción estética. Si paralelamente esas nuevas realidades despiertan indignación, entusiasmo, odio o ternura; si alimentan nuestros rencores o fertilizan nuestra esperanza, habrán servido también para otros fines, pero eso no suprime los valores artísticos.
Pero si hemos de referirnos al Taller de Gráfica hay que mencionar a su fundador y alma motriz: Leopoldo Méndez, de quien Francisco Díaz de León, patriarca de la gráfica mexicana, dijo que "ha sido el grabador más importante, más completo y más técnico de todos los tiempos en la historia del arte en México". Méndez, como apuntó el gran crítico Antonio Rodríguez, "hizo poemas con navajas, puntas y buriles e inventó metáforas, trazos, huecos, volúmenes, espacios, luces, oscuridades y resplandores". Fue –agrego ahora– un mago que dedicó su mejor esfuerzo a combinar recursos nuevos con los elementos tradicionales de la alquimia artística, un incansable explorador de nuevas formas expresivas que debían caber en un pequeño rectángulo de linóleo y someterse a las necesidades que planteaba aquella superficie.
Pero el Taller de Gráfica Popular fue mucho más que Méndez y Méndez mismo fue mejor porque estuvo rodeado de una pléyade de artistas de gran estatura, de varios de los grabadores y dibujantes más grandes de México. Imposible ignorar que después de años de trabajar juntos, las recias figuras de Méndez ganaron algo de la gracia que poseían las de Pablo O'Higgins, el vuelo que Fernando Castro Pacheco solía dar a sus imágenes o la ironía que está en las obras de José Chávez Morado; Méndez compartió con Alfredo Zalce la grandiosa época del michoacano en la gráfica; seguramente se enriqueció con el sutil erotismo de Francisco Dosamantes y Raúl Anguiano, las representaciones dolorosas de Ignacio Aguirre, el perfecto conocimiento de Isidoro Ocampo y Ángel Bracho sobre sus personajes y sus escenas, la honda percepción que hay en las composiciones de Francisco Mora, el poderoso dibujo de Alberto Beltrán, la evolución ascendente de Jesús Escobedo o la extraña luz que depositaba Everardo Ramírez en sus planchas.
Los años de mayor brillo del Taller corresponden al momento más alto de la gráfica mexicana, a su época de esplendor, pues nunca como entonces hubo, dentro y fuera del TGP, tantos y tan buenos grabadores, maestros en todas las técnicas y figuras internacionales como Koloman Sokol, Jean Charlot o el ex director de la Bauhaus, Hannes Meyer, personajes que residieron en México, crearon obra perdurable e influyeron en la producción artística general. Otro estímulo determinante para aquel auge fue el aporte de tres figuras de la crítica no nacidas en México, aunque plenamente aclimatadas aquí, como son Paul Westheim, Antonio Rodríguez y Raquel Tibol, quienes mostraron un relevante interés por la gráfica y la sometieron a su mirada profunda e implacable. En esa era luminosa la gráfica fue medio y fin, apostolado y militancia, reconocimiento mutuo y, también, cerrada competencia.
Los integrantes del taller se movían dentro de los marcos del realismo, profesaban un culto casi religioso por la expresión figurativa y abordaban temas profundamente enraizados en lo popular. Militantes o escépticos, pero lo cierto es que compartían las concepciones formales que predicaban los grandes muralistas y eran poseedores –o más bien poseídos– de la llamada ideología de la revolución mexicana, que a la manera de Hegel postulaba una especie de movimiento perpetuo hacia la perfección del Estado.
Leopoldo Méndez
Leopoldo Méndez

La militancia política de los talleristas, su deseo de servir socialmente, se interpretó como humildad y dio lugar a equívocos. Por la parte artesanal que conlleva y su función utilitaria, suele menospreciarse el valor estético del grabado, "argumento" que se ha empleado con el afán de subestimar la obra del Taller de Gráfica. Al respecto, no sobra recordar a Juan Marinello, quien decía que "gentes apresuradas" estiman "que el grabado es una forma subalterna del menester plástico, cuando supone en verdad, por la dura sobriedad de medios, una prueba de fuego para el artista. El grabado –sentenciaba aquel cubano de México– es la ascética de la pintura. El grabador es un hombre en pelea agónica con la luz y la sombra. Todo ha de darlo en el desfiladero de alusiones precisas y tajantes, sin estaciones de vuelta".
Para nuestros grabadores, el muralismo fue el llamado del arte, el despertar vocacional y la aceptación sin condiciones de sus propuestas. Los propios fundadores del Taller solían repetirlo a quien quisiera oír. Se sentían herederos de ese movimiento, pero sabían que ellos también habían hecho un aporte de importancia. Lo dijo Ignacio Aguirre en 1957 en palabras recogidas por Raquel Tibol: "El TGP ha sido el crisol de lo mejor que ha dado el movimiento plástico mexicano, ha sido una gran escuela y ha sido también, con la pintura mural, el fundamento de nuestro arte contemporáneo". Luego, como para enfatizar la importancia del Taller, agregó: "Habría que medir en su justa extensión el prestigio internacional que le ha dado a nuestro país. Hasta China han llegado placas hechas por nosotros que los artistas de allí editaron con verdadera devoción". No se equivocaba. Las imágenes del Taller fueron indispensables durante décadas en periódicos, revistas y libros editados aquí, pero también en impresos de cualquier país que coincidieran en los temas del TGP.
Por supuesto, tratándose de un grupo de creadores con recia personalidad, a lo largo de siete décadas no han faltado disidencias ni enconos, deserciones y conversiones. Por ahí han pasado Elizabeth Catlett, Arturo García Bustos y Adolfo Mexiac; Alberto Beltrán, Xavier Guerrero e Íker Larrauri; Erasto Cortés, Federico Silva y Carlos Jurado; Mariana Yampolsky, Fanny Rabel y Rina Lazo; el mejor Luis Arenal, Octavio Bajonero, Leticia Ocharán o Andrea Gómez; Rini Templeton, Alfredo Mereles o Elena Huerta.
Al comenzar el siglo XXI, el Taller de Gráfica Popular se mantiene como centro de enseñanza y producción de arte. En él sus integrantes han hecho aportaciones técnicas de alto mérito y sorprendentes resultados, como el grabado en asfalto, el trabajo de ácidos sobre metales oxidados o la plastografía, que emplea un compuesto que se utiliza para limpiar carrocerías. Jesús Álvarez Amaya, guía y animador del TGP desde los años sesenta, incorporó a su trabajo el mototul, una adaptación de la fresa odontológica que permite trabajar enormes superficies de madera lo mismo que pequeñas áreas.
En medio de precariedades sin cuento, con ayuda oficial escasa, la organización ha sobrevivido pese a los virulentos pleitos de sus miembros y a la petulante incomprensión del medio artístico. De crisis en crisis, pasando de uno a otro domicilio y con notorios altibajos de orden estético, el Taller de Gráfica Popular sigue en pie y al cumplir sus primeros 70 años es la institución de su tipo más antigua del mundo, lo que no es poca cosa, pero es también la casa que bajo cualquier condición, con los antiguos miembros o con nuevos integrantes ha sabido hacerle honor a su segundo apellido y mantenerse como un centro de creadores que está orgullosa, decidida e irrenunciablemente al servicio de su pueblo.

Leopoldo Méndez

* Una primera versión de este texto fue leída por el autor al inaugurarse en el mes de abril, en la galería de arte del Centro Médico Nacional, la exposición conmemorativa de los 70 años del TGP
 
 

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